Un martes más ahí está ella. Un martes más con su eterno mirar asomada a la balautrá de la Alameda gaditana. Un martes más contempla los colores que hace ya dos años se le borraron de sus vestimentas. Andando lentamente con la mirada en la mar ajena a todo lo que a su vera va a pasar, ajena a otras vidas y otro martes que contar.
Un roete blanco como la cal de su patio de vecinos daba la alerta al cielo de que aquella miradora de martes y atardeceres estaba apunto de cambiar años por siglos. Un pañolón tan negro como el cielo de la noche que ella esperaba abrigada de los fríos vientos de poniente que en los pliegues de su piel venteaban era el trono perfecto para aquella enamorada.
Como la que espera a su amor, inquieta mirando al mar, como la que espera su amor busca en su bolsa ese pan. Esa mijita de pan que no se quiso comer para alimentar su amor y podérselo ofrecer. Y sin más demora que lo que duraba el batir de unas alas, desde la mar salada salió una paloma que la cortejaba, a su vera se posaba y la miraba como miran los amores. Comió de la mano que de comer le daba, aquella adornada por dos alianzas, la unión de dos amores en una mano y tres corazones.
Una vez que el beso de pan se fue a acabar y a volar al mar azul ella miró una vez más al cielo que se oscurecía y pensó en que quizás, quizás llegó ese momento que tanto quería. Ya no servía más que para dar de comer a una amiga, un amante que la espera día tras día para dar alegría a su corazón. Quiso ser la paloma que comía de su mano y quiso salir de aquella jaula donde la encerraron al nacer y que no quería ser presa, quería la libertad de volar y en los mares envejecer.
Salió de aquella jaula de vida, de roetes blancos, de patios de vecinos, de pañolones negros, de aquella bolsa, de dos anillos. Y voló por los mares, voló y aquella paloma jamás a pisar tierra volvió, ¿para qué? si estaba en los mares comiendo migas en las manos de su amor.
Un roete blanco como la cal de su patio de vecinos daba la alerta al cielo de que aquella miradora de martes y atardeceres estaba apunto de cambiar años por siglos. Un pañolón tan negro como el cielo de la noche que ella esperaba abrigada de los fríos vientos de poniente que en los pliegues de su piel venteaban era el trono perfecto para aquella enamorada.
Como la que espera a su amor, inquieta mirando al mar, como la que espera su amor busca en su bolsa ese pan. Esa mijita de pan que no se quiso comer para alimentar su amor y podérselo ofrecer. Y sin más demora que lo que duraba el batir de unas alas, desde la mar salada salió una paloma que la cortejaba, a su vera se posaba y la miraba como miran los amores. Comió de la mano que de comer le daba, aquella adornada por dos alianzas, la unión de dos amores en una mano y tres corazones.
Una vez que el beso de pan se fue a acabar y a volar al mar azul ella miró una vez más al cielo que se oscurecía y pensó en que quizás, quizás llegó ese momento que tanto quería. Ya no servía más que para dar de comer a una amiga, un amante que la espera día tras día para dar alegría a su corazón. Quiso ser la paloma que comía de su mano y quiso salir de aquella jaula donde la encerraron al nacer y que no quería ser presa, quería la libertad de volar y en los mares envejecer.
Salió de aquella jaula de vida, de roetes blancos, de patios de vecinos, de pañolones negros, de aquella bolsa, de dos anillos. Y voló por los mares, voló y aquella paloma jamás a pisar tierra volvió, ¿para qué? si estaba en los mares comiendo migas en las manos de su amor.