Hoy es el cumpleaños de una persona muy especial para mí y hace un tiempo le conté un cuento que ahora quiero poner aquí, tal cual salió, sin retoques de ningún tipo, como felicitación:
Érase una vez que se era, en un país muy lejano nació un rusito (ya no hace falta decir el país) desde pequeño sentía algo que no sabía que era pero que cuando veía una mesa le hacía marcar un compás con sus nudillos de tal manera que todos quedaban asombrados pues sacar un compás en un mostrador de mármol es muy complicado.
Un día decidió visitar el mundo, quiso ir a Italia, pero como los aviones son así, él apareció en Cádiz. Se dice que Italia es muy bella pero cuando leyó en un cartel "Cádiz" supo entonces lo que era la belleza. Paseó y paseó por esas estrechas calles con cañones en las esquinas, una ciudad protegida sin duda alguna, a pesar de que sus murallas están abiertas a quien quiera entrar. Los habitantes de esa ciudad eran muy extraños, uno, hombre por su barba, llevaba una caperuza roja y una faldita con delantal, otra, mujer por sus ojos, llevaba una barriga postiza y una barba de plástico. Se lanzaban unos a otros unos papeles recortados muy pequeños y de colores y unas tiras que escapaban de aquí para allá. Quiso ver algo de orden, pues en unas carrozas iban subidos más de 40 policías, pero en lugar de imponer orden, armaron jaleo tocando y cantando unas piezas muy curiosas, será que la música amansa a las fieras. Siguió caminando cuando de pronto, a la altura de un parque que pertenecía al señor Genovés, por un alguien italiano, miró hacia un edificio con unas columnas que tenían pinta de despellejar si te apoyabas en ellas. De entre las columnas surgió una mujer. Vestía una larga túnica antigua, como una griega más, pero por su belleza era la reina más bella, la diosa de la belleza quitándole el puesto a la misma afrodita.
Quedando maravillado por la belleza fue tras ella y comprobó que era rusa al igual que él. Descubrieron que los dos habían ido a parar a aquel rincón tan extraño empujados por ese compás de nudillo. Entre charlas rusitas caminaron y fueron a parar a ese rincón donde los vientos pelean por ser quien la acune, esa playa, la Caleta. No les quedó más remedio que silenciarse al contemplar la puesta de sol más bonita que ningún pintor podría captar jamás. Cuando el último rayo besó las aguas caleteras, los dos rusos se miraron y se dieron un abrazo y un beso tan grande que hasta comenzó a saltar otro viento, meciendo las barquillas.
Desde entonces cada noche van a ese lugar y reviven el momento.
Luego, después del abrazo, se levantaron y se fueron paseando por el campo del sur hablando de sus cosas y recordando el paisaje más bello jamás visto. ¿La caleta? no, el rostro del otro al abrazarse.
Érase una vez que se era, en un país muy lejano nació un rusito (ya no hace falta decir el país) desde pequeño sentía algo que no sabía que era pero que cuando veía una mesa le hacía marcar un compás con sus nudillos de tal manera que todos quedaban asombrados pues sacar un compás en un mostrador de mármol es muy complicado.
Un día decidió visitar el mundo, quiso ir a Italia, pero como los aviones son así, él apareció en Cádiz. Se dice que Italia es muy bella pero cuando leyó en un cartel "Cádiz" supo entonces lo que era la belleza. Paseó y paseó por esas estrechas calles con cañones en las esquinas, una ciudad protegida sin duda alguna, a pesar de que sus murallas están abiertas a quien quiera entrar. Los habitantes de esa ciudad eran muy extraños, uno, hombre por su barba, llevaba una caperuza roja y una faldita con delantal, otra, mujer por sus ojos, llevaba una barriga postiza y una barba de plástico. Se lanzaban unos a otros unos papeles recortados muy pequeños y de colores y unas tiras que escapaban de aquí para allá. Quiso ver algo de orden, pues en unas carrozas iban subidos más de 40 policías, pero en lugar de imponer orden, armaron jaleo tocando y cantando unas piezas muy curiosas, será que la música amansa a las fieras. Siguió caminando cuando de pronto, a la altura de un parque que pertenecía al señor Genovés, por un alguien italiano, miró hacia un edificio con unas columnas que tenían pinta de despellejar si te apoyabas en ellas. De entre las columnas surgió una mujer. Vestía una larga túnica antigua, como una griega más, pero por su belleza era la reina más bella, la diosa de la belleza quitándole el puesto a la misma afrodita.
Quedando maravillado por la belleza fue tras ella y comprobó que era rusa al igual que él. Descubrieron que los dos habían ido a parar a aquel rincón tan extraño empujados por ese compás de nudillo. Entre charlas rusitas caminaron y fueron a parar a ese rincón donde los vientos pelean por ser quien la acune, esa playa, la Caleta. No les quedó más remedio que silenciarse al contemplar la puesta de sol más bonita que ningún pintor podría captar jamás. Cuando el último rayo besó las aguas caleteras, los dos rusos se miraron y se dieron un abrazo y un beso tan grande que hasta comenzó a saltar otro viento, meciendo las barquillas.
Desde entonces cada noche van a ese lugar y reviven el momento.
Luego, después del abrazo, se levantaron y se fueron paseando por el campo del sur hablando de sus cosas y recordando el paisaje más bello jamás visto. ¿La caleta? no, el rostro del otro al abrazarse.
Porque los cuentos pueden llegar a hacerse realidad.
Hace mucho tiempo que no se me ponen los bellos de punta al leer algo. Creo que no hace falta que diga más.
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